Uno de los libros de literatura infantil y juvenil más recomendados estos últimos meses ha sido
. Una ya tiene su criterio, pero a veces no está de más fiarse del buen criterio de los demás (como el de
, en este caso), mucho más duchos en estas materias, sea para descubrir novedades que de otro modo nos hubiesen pasado desapercibidas, sea para confirmar que, si ya habíamos empezado a mirar con buenos ojos un determinado libro, era precisamente por algo.
Y lo que yo vi en
La invención de Hugo Cabret, con guión e ilustraciones de
Brian Selznick, publicado por
Ediciones SM (no os perdáis los tres vídeos promocionales y la interesante información que sobre esta obra podéis ver pinchando
aquí), fueron un montón de posibilidades de lectura, pero sobre todo que ésta podía ser una experiencia que toda la familia podía compartir. La historia transcurre en París en 1931 y nos la cuenta alguien que la conoce muy bien, el
Profesor H. Alcofrisbas.
Este grueso volumen que sólo los niños que desayunan Cola Cao cada mañana estarían en condiciones de sostener mientras lo leen, cuyas páginas, negras y con negros rebordes, son tan gruesas que casi parecen hechas de cartulina, el mismo material con que se confeccionó cierto cuaderno, uno de los protagonistas de esta historia, reúne la estética del cine mudo, referencias a películas de esa época y la peculiaridad de combinar texto y detalladas ilustraciones en blanco y negro de tal manera que ambos no sólo se complementan, sino que se sustituyen, como si unas fueran continuación del otro o como si las imágenes no fueran simples dibujos, sino fotogramas de una secuencia cinematográfica en la que se va pasando progresivamente del plano general al plano detalle, acentuando al máximo su capacidad expresiva. El lector puede dejar de leer el texto que describe la persecución de Hugo por el inspector de la estación; basta con “leer” las imágenes de los primeros planos de su rostro congestionado por el esfuerzo, sus piernas en posición de correr, sus tropiezos con los viajeros que llenan el vestíbulo, la mano que amenaza con prenderle..., mientras, de fondo, escuchamos mentalmente la música de un piano.
Que es un libro dirigido a un público infantil no tiene discusión. Pero si un niño que no sabe nada de la historia del cine comienza a leerlo sin la orientación de un adulto, probablemente se perderá toda la magia que desprende el libro y “sólo” verá la historia de Hugo, un niño huérfano de doce años que vive sólo en una estación de tren, en un pequeño apartamento al que se llega internándose por oscuros pasadizos existentes en el interior de las paredes a los que accede colándose por las rejillas de ventilación. A través de esos laberínticos pasillos puede recorrer toda la estación sin ser visto y, mirando por las esferas de cristal de los relojes de la estación, observar la ciudad, el ir y venir de los viajeros y los movimientos, sobre todo, del inspector de la estación, del viejo vendedor de juguetes y de la niña, más o menos de su edad, que lo visitaba siempre con un libro entre las manos.
El padre de Hugo había sido un “especialista en cronometría” que de día trabajaba arreglando relojes y de noche trataba de poner en funcionamiento un deteriorado y fascinante autómata que presumiblemente podía escribir (ya que sostenía una pluma y estaba sentado tras una mesa) y que había encontrado abandonado en el desván del viejo museo de la ciudad. Su padre hablaba con tal admiración de los ilusionistas que construían autómatas para encandilar a su público y dejarlo boquiabierto, que Hugo decidió que ya no quería ser relojero, sino mago.
Su padre murió en el incendio que se produjo en una de esas noches en las que trabajaba en el museo, y a Hugo no le quedó más herencia que una habilidad innata para reparar todo tipo de artilugios mecánicos, los trozos del autómata del que hablaba su padre y que Hugo pudo encontrar entre los restos del incendio, el cuaderno que le había regalado su padre por su cumpleaños y en el que estaban dibujados los bocetos del autómata que podía escribir, y la firme decisión de acabar el trabajo iniciado por su padre para que el muñeco fuera capaz de darle el mensaje que aquél le había dejado antes de morir, y que, estaba seguro, le salvaría la vida.
Su tío Claude, que lo había llevado hasta su escondite en la estación tras la muerte de su padre, le había enseñado a dar cuerda a los relojes y revisar sus motores y mecanismos para que funcionaran con precisión, ajustando la hora con la de su reloj ferroviario. Así que, cuando desapareció, pudo sustituirle en su trabajo sin que nadie notara no sólo la ausencia de Claude, sino la presencia de Hugo.
Sin embargo, ésta no pasaba tan desapercibida como él hubiera deseado. El viejo vendedor de juguetes, que había notado cómo algunos de sus pequeños juguetes mecánicos habían desaparecido, vigilaba los movimientos de aquella sombra que se colaba por las rejillas mientras hacía trucos de cartas o fingía dormir, hasta que un día la atrapó, liberando con ello sus propios fantasmas. Al ser descubierto, Hugo no sólo había perdido la posibilidad de conseguir las piezas necesarias para reparar el autómata, sino el cuaderno con las indicaciones necesarias para hacerlo. Aquella noche Hugo siguió al juguetero hasta su casa junto al cementerio y en contraprestación por lo perdido, conoció a Isabelle; gracias a ella, encontró la llave que descifraría el mensaje del autómata y conoció a Etienne; gracias aEtienne y a su moneda escondida, aprendió a ser lo que más deseaba con el “Manual práctico de magia con cartas e ilusionismo”, y gracias a Etienne y a su amor por el cine, descubrió el desconocido pasado de papá Georges sobre el que estaba prohibido hacer preguntas y cuyos secretos inconfesables no podían compartirse, ... dando comienzo así a nuevos relatos, “porque todas las historias llevan a otras. Y ésta nos lleva muy lejos, tan lejos como la luna.”
Si La invención de Hugo Cabret la lee un niño con las indicaciones de un adulto, probablemente descubra tres cosas: La primera, que de entre los personajes de ficción que creó Brian Selznick hay uno, papá Georges, que se parece bastante a uno que existió en realidad, Georges Méliès, quien, atraído por las posibilidades del cine tras asistir a la primera proyección pública de los hermanos Lumière, llegó a convertirse en uno de los pioneros de la dirección cinematográfica. La segunda, que merece la pena apreciar en su justa medida las referencias a escritores como Jules Verne (¿hay acaso novelas más fantásticas que las suyas?) o Hans Christian Andersen (que escribió El Ruiseñor, un cuento sobre un pájaro mecánico), o a películas fundamentales de la historia del cine, no sólo deMéliès, que Selznick introduce en su novela. Y la tercera, que los mayores tienen un montón de experiencias sobre el cine que el pequeño lector no vivirá jamás, historias que contarle que le permitirán inmiscuirse en la que lee como si ésta no fuera ficción, sino que hubiera ocurrido de verdad. La lectura siempre nos aporta más de lo que a simple vista puede parecernos. Basta con saber leer entre líneas todas las historias que se esconden en ellas para que el recuerdo de la experiencia vivida permanezca por más tiempo que lo aprendido con la simple lectura.
Y es que yo soy de la opinión que la literatura infantil y juvenil no va exclusivamente dirigida a este público, sino (en el fondo, en el fondo, en el fondo) a los adultos que un día fuimos niños y jóvenes y lo continuamos siendo, al menos en espíritu. ¿Quiénes pueden entender lo que Selznick cuenta sino aquellos que crecimos viendo en la televisión fundidos en negro sin saber entonces que lo eran, aquellos que aprendimos a leer rápido los títulos escritos en blanco sobre negro, los que podemos recordar cuántas sensaciones hemos experimentado con el cine mudo, con el bombín, el bigote y el bastón de Charles Chaplin, la contraposición de Laurel y Hardy, el rostro inexpresivo de Buster Keaton, el vértigo que nos producía ver aHarold Lloyd encaramándose al reloj, los ojos de Mary Pickford, Gloria Swanson, Rodolfo Valentino, Douglas Fairbanks, el desasosiego de Metrópolis o El gabinete del doctor Caligari, el terror de Nosferatu, la ansiedad de El acorazado Potëmkin,...? ¿Qué niño de ahora puede ni siquiera imaginar que hubo una vez cines que no eran sino teatros, con nombres como Rex, Saboya, Avenida, Rialto, Condal..., con incómodas butacas tapizadas de terciopelo rojo, paredes estucadas llenas de máscaras y filigranas y una gran pantalla oculta tras un telón que cubría el escenario, en los que la ilusión de ir al cine iba siempre unida a la emoción, tras apagarse la luz, de escuchar el sonido del telón al abrirse y el ruido del proyector mientras duraba la película? Cines-teatros que ya no existen, sustituidos por grandes salas multicines ubicadas en centros comerciales en las afueras de las ciudades, que habrán ganado en comodidad y “surround”, pero han perdido todo su encanto. Una pena, francamente.